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Cuenta una vieja historia que un Rey anunció su próximo recorrido por el Condado para saludar a su pueblo y regalarle un día de fiesta. Dos hombres, que eran amigos y pasaban dificultades económicas, querían pedirle ayuda. Llegó aquel día, el Rey emprendió su recorrido y le acompañaba un séquito de la Corte Real. Iba ataviado con sus mejores vestidos en seda, y tanto su Corte como el pueblo, llevaban también sus mejores ropajes. De pronto, el primer hombre le salió al encuentro gritando sus resentimientos contra el Rey; vestía harapos y reclamaba una y otra vez por el trato injusto que experimentaba. El Rey y su Corte lo ignoraron y, de forma astuta, lo quitaron del camino dejándolo entre lamentos y corajes. Más adelante, encontraron al otro hombre, vestido de fiesta aunque humildemente, y deseoso de poder tener algún momento de encuentro con su Rey, y eligió acercase a la procesión en silencio.
Cuando el Rey lo vio, le agradó su actitud humilde y serena, observó su presencia sencilla, y entonces mandó pedir que le dieran ropa nueva y le invitaran a convivir con los cortesanos. ¡Este hombre tuvo la oportunidad que buscaba!
Esta narración nos enseña que no hay fruto jugoso en donde no se siembra con alegría. Y la Palabra de Dios nos presenta las reglas de oro para ser realmente felices. Encontramos —en Lucas 6, 27 y en Mateo 5, 38— aquel principio cristiano que tanto ha despreciado el mundo, y por cuya razón nace todo tipo de guerras: “Amen a sus enemigos, hagan bien a quienes los odian, bendigan a quienes los maldicen, oren por quienes los insultan”.
Una razón por la cual sentimos que “Dios no nos oye”, es que, aunque Él tenga previsto darnos abundantes bendiciones, ellas no llegan debido a que no respetamos su voluntad fielmente. No lo obedecemos.
“¿Por qué me llaman ustedes Señor, Señor, y no hacen lo que les digo?” (Mt. 7, 24). ¿Cuándo vamos a tomar en serio la Palabra de Dios? ¿Cuánto será necesario perder para entender que Dios no miente? Si en verdad quieres recibir las bendiciones del Señor, bendice. El verdadero cristiano no puede sentirse tranquilo al amar sólo a los suyos. Jesús es ejemplo para nosotros y afirma que es necesario hacer la experiencia de amar a nuestros enemigos y actuar a favor de ellos.
“Ustedes deben amar a sus enemigos y hacer el bien… así será grande su recompensa, y ustedes serán hijos del Dios Altísimo, que es también bondadoso con los desagradecidos y malos. Sean ustedes compasivos, como su Padre es compasivo” (Lc. 6, 35). Dios siempre exige sacrificio, pero cumple sus promesas y recompensa con creces. El mundo no exige nada, excepto que tú te sientas bien; mas el resultado es la amargura.
Bendice y serás bendecido. ¡Haz la experiencia!